Caralvá
Cada momento de la vida encontramos un universo de preguntas, muchas de las cuales son respuestas automáticas, nos parece que el mundo tiene coherencia con cada respuesta a nuestro favor, así justificamos cada movimiento, de tal manera que se nos enseña a cursar cierto número de años en escuelas, colegios, universidades, postgrado etc. para obtener una profesión lícita y luego ganarnos la vida con ese dinero, todo el panorama es un argumento social, con valores que nos hacen integrarnos a diversos niveles económicos y culturales.
Pero existen momentos donde los valores sociales no coinciden ni con la historia, ni con la justicia, ni con nuestros objetivos, entonces la respuesta individual o colectiva se divide, este es el caso de la destrucción del mural de Catedral: La armonía de mi pueblo de Fernando Llort, sucedió hace un año pero hasta la fecha, el acto parece que será similar a otros eventos destructivos de diversa naturaleza de los cuales hemos sido testigos.
La decisión de tal acto a lo mejor solo tiene un nombre, no el de una institución; el evento de todos modos es incomprensible, quizás porque tenemos la idea que la Catedral Metropolitana es tan nuestra como la bandera azul y blanco, ese sitio donde la historia se une con la sangre del pueblo por la democracia que vivimos, porque en ese sitio se levantaron las banderas contra el autoritarismo o el magnífico sitio donde el Obispo Mártir Monseñor Romero proclamaba los derechos humanos, esas ideas parece que son equivocadas, quizás somos tan pobres de pensar que un mural que durante 14 años distinguió la Catedral era un signo de historia y pertenencia, pero nos equivocamos, puesto que ese mural molestaba a un sector del poder eclesial, o a otros poderes terrestres que no soportaron la presencia de esa obra monumental.
Quizás el mural representaba a: comunistas, masónicos, revolucionarios o peor, signos del pueblo, porque fueron destruidos como se aniquila a los enemigos mortales, como en otros casos históricos, sin dejar nada, ni piedra sobre piedra.
A Sócrates se le atribuye la sentencia: “Si la vida no se examina, no vale la pena vivirla”, podemos aplicarla a ese evento. La pregunta fundamental es: ¿qué poder autorizó esa destrucción?, ¿ese poder está sobre las leyes y los intereses culturales de la nación? Pues parece que sí, porque incluso la propiedad privada tiene límites, pero las propiedades de algunas instituciones parece que tienen señales del Medioevo.
Parece que todo ha terminado, que esa acción quedará en el imaginario colectivo como un eslabón perdido del derecho y la propiedad eterna.
¿Por qué no existe reparación del daño ocasionado?
A lo mejor el momento es propicio para elevar nuevos monumentos culturales indestructibles en las redes sociales, en la historia, en los muros del ciberespacio o en el alma eterna del pueblo, para que nuestros valores no se destruyan, como lo hicieron otros fanáticos varios siglos antes, cuando quemaron todos los libros mayas bajo la pena capital de ser obras del demonio. Ese evento tiene una gran lección cultural, se repetirá una y otra vez, volverá a suceder bajo los mismos argumentos. Mañana se nos acusará de ateos, miembros de sectas satánicas, protestantes, anglosajones, luteranos o comunistas… pero la verdad es que preferimos y recordaremos siempre a la catedral decorada por artesanos del pueblo, con color y con historia, en solidaridad con quienes no guardan silencio ante este atropello cultural.
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