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recuerda españa 16

  • La primavera salvadoreña, recuerda España 16

    Fidel en El Salvador 1 de mayo 2009.JPG

    Filo  medioambiental

     

    Caralvá

     

    En la autopista han colocado un anuncio: “se acepta ripio y tierra”, desde entonces cientos de camiones van forjando un muro que se levanta poco a poco como frontera blanda, con cientos de colores y fragmentos de un gigantesco óleo.

    Vivimos en las comunidades llamadas: El Cañito y Las Brisas, sobre nuestras espaldas caen cortinas de desechos por mandato de los potentados, dueños del borde opuesto.

    Al fondo de las esperanzas fallidas, en el último sitio de la desesperación vivimos nosotros. Somos una comunidad pobre, en realidad pobre, nuestra fotografía refleja un tiradero de escombros, bajo los cuales una quebrada geográfica dibuja un riachuelo, que enfrenta un inocultable muro.

    Hacia el Suroeste al lado de las familias ilustres existe un moderno sitio de recreo con caballerizas que recuerda la división de las “aceptadas” realidades sociales, ahí se ejercitan semana a semana en el deporte del hipismo los señores que fabrican muros de tierra de este lado del tercer mundo, al otro lado ellos se divierten montando sus potros de primer mundo.

    Acá no existe la pobreza, existe esa condición de abandono, acá se llama ajuste estructural y nosotros somos la parte más ajustada de esos planes.

    No ignoro mi destino, uno le hace frente a todo, con la misma intensidad del sol, bajo las penumbras de esta sociedad feroz.

    Me engaño al pensar que mañana será diferente, el mañana no existe, solo existe frente a nosotros ese gigantesco muro de tierra.

    Sobre el térreo horizonte de nuestras comunidades, se acumulan toneladas de desechos formando una gigantesca portada de revista abstracta; de los restos que caen sobre nuestras casas  he recogido un documento errante, en el cual puedo leer el nombre de  Paul Gauguin, firmando un cuadro: “Visión después del sermón”, este cuadro tiene colores similares a los que explotan frente a nuestras casas.

    Vivimos en el culo del mundo consumista, rodeados de tierra y desechos; he recogido fragmentos de  algunas revistas y libros sagrados, ejemplares carcomidos como uno llamado “El Rebelde”, instrumento oficial de una organización clandestina con sueños revolucionarios, este pequeño documento detalla muertes juveniles armadas  y martirios contra la dictadura, documentos inspirados a la luz de los ideales estalinistas, son restos ideológicos que siguen las huellas del mundo: en las pasarelas de los basureros municipales, rellenos sanitarios o muros marginales.

    Vivimos frente a un paredón que en su alma encierra un  microcosmos urbano, coexisten la descomposición social y símbolos abandonados, aquello  connota un destello dominante…la revolución ha muerto. Los despojos del panfleto llamado: El Rebelde, que en otros días era un honor leerlo, ahora solo es parte de una breve historia desechada por algún desilusionado lector coleccionista, que perdió la fe a fuerza de golpes históricos de diálogos-negociaciones y asesinatos entre líderes históricos…pensar que poseer ese panfleto durante la guerra civil significaba la muerte instantánea y ahora es solo basura.

    El “relleno de ripio y tierra” tiene como objetivo valorizar una extensión urbanizable a cualquier costo, es un mal hábito medioambiental que recuerda otras profundidades sociales de miles de ciudadanos. Como en cualquier democracia del mundo, las paredes de la ciudad hablan y los muros emergentes tratan de ocultar el paisaje de la pobreza, donde usualmente estamos nosotros, como fantasmas.

    Acá conocemos el amargo sabor de la tierra, paladeamos su densidad, su olor en descomposición orgánica, su maleable condición fronteriza entre la vida y la muerte, lo útil y lo inútil de símbolos en otros tiempos heroicos.

    Hoy llegan tractores y máquinas pesadas que comprimen toneladas de ripio y tierra, nuestra visión está erizada de símbolos fragmentarios pero el conjunto es una torre de vigilancia que nos ausculta desde su límite.

    La basura nos conduce ineludiblemente a emociones y fatalismo, hay una obra colectiva en crecimiento, un concierto maloliente y fragmentado, que lleva a nuestra espiritualidad a distorsiones que chocan brutalmente con la realidad de un día para otro.

    El olor del muro es frenético, lo llevo en mi, es mi segundo orden espiritual, me posee totalmente, ahí vivimos con mi mujer e hijos, hay sonidos rudos, clamores de la tierra comprimida, hay un ritmo monótono de tractores que comprimen a diario ese dique politonal, poco a poco va cambiando su forma, lo van moldeando las máquinas, aquél rostro fecal perverso y cuajado de efervescencia bacteriana, va adquiriendo un sentido vertical, como una extensa tapia de tierra multicolor.

    La tierra acumulada posee tonos de plásticos,  cementos, cerámicas, memorias inútiles, llena de fotografías que comunican superficialidad fría y ruinosa, acá no hay historia, simplemente es el fin de toda historia.

    El señor del muro tiene un apellido ilustre, ha domesticado los desechos convirtiéndoles en falsas paredes de una muralla terrena.

    El tiempo ha pasado, nuestras fronteras son: el muro de tierra y el cauce apenas insinuado del riachuelo, al mismo tiempo que ha crecido el muro, también han crecido nuestros hijos, por esta razón trabajamos muchas horas voluntarias para construir una pequeña escuela, la casa comunal y centros de reunión social, signos de una férrea voluntad de parecernos a los otros ciudadanos, con toda la seriedad que brinda la marginalidad de nuestra comunidad.

    Un día de octubre, en plena temporada de huracanes,  las estaciones de radio comenzaron una alerta de precipitaciones, poco a poco, la lluvia llegó con su ritmo intenso, llovía y llovía, el ritmo y la velocidad de esa música acuática era simple, cantaba en las paredes de nuestras casas una  monótona nota irreverente y constante, fue entonces que el riachuelo, el despreciable afluente, mínimo en sus expresiones más emblemáticas, comenzó a crecer, crecer y crecer.

    El riachuelo se convirtió en un formidable afluente, arrastrando el ripio del muro, arrastrando historias caducas y devociones devaluadas, sucedió que aquél muro prisionero y domesticado comenzó a liberarse de  sus barrotes impuestos, se unían agua y tierra contra la comunidad, su alianza arrasaba: casitas, calles, jardines ornamentales y memoriales, centros comunales y todo… a su paso la correntada de lodo se impuso con categoría, aquello fue un amargo despertar a nuestros sueños urbanos, creímos que solo lejos de la ciudad ocurrían esos accidentes, que equivocados estábamos.

    Así al segundo día de lluvia, nuestras casas estaban anegadas de lodo, nuestro pequeño paraíso que evocaba la felicidad, ascenso y la paz social, terminaba en desgracia, tristeza y exclusión, la tormenta se llevó todo, hasta nuestra visión del mundo que ahora yace en el lodo. El muro terminó como terminan las historias de los pobres, exactamente como un óleo de Gauguin: “la vida y la muerte” con ese sentido de orfandad, pena y tristeza de la última nota de aquella melodía llamada Luzia[1]: “para que quiero llorar si ya no tengo a nadie quién me oiga”.

     

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    [1] Luzia  /Paco de Lucía – Madrid, España: PolyGram, 1998.