Caralvá
Recuerdo el café, su aroma.
Una pequeña nube que brota tímida desde su lecho oscuro, mientras el terremoto castiga al pueblo haitiano.
Vivimos la era del desastre masivo, porque el sistema esta diseñado no para una persona, sino para 10 millones que tienen la misma oportunidad de compra, en este caso de socializar el infortunio.
Escucho noticias de cientos de desaparecidos, la mar de fallecidos, el abandono de cadáveres y en este caso no hablo de Haití sino de la historia de nuestra guerra civil, en El Salvador.
La memoria se conjuga junto al sufrido pueblo de Haití, poco podemos hacer a menos que inventemos un sistema de prevención de terremotos, puesto que somos incapaces de predecir un sismo a unos cuantos kilómetros del mar, pero nuestras naves espaciales son capaces de llegar al otro lado del universo y enviarnos unas postales de nuevas galaxias con forma de unicornios griegos.
Cuanto dolor bebo en cada sorbo de café.
Estas condiciones de intemperie suponen nuestra fragilidad en todo momento, es falso que avancemos hacia algún sitio culminante de la humanidad, cuando nuestra mejor tecnología no sirve para nada; fallan las telecomunicaciones, la infraestructura, los sistemas de salud, etc. la catástrofe se magnifica porque Haití es culpable de ser pobre sin ninguna alternativa en el siglo XXI de abandonar esa condición por el momento.
Con el valor monetario de una bomba nuclear o una docena de avioncito de combate invisible a los radares, pudimos mejorar toda la infraestructura de Haití y salvar miles de vidas, pero ahora es tarde, no podemos cambiar la mentalidad milenaria de guerras y preferimos enviar ayuda humanitaria cuando la muerte toca a los más pobres, que cambiar la industria militar por una industria de cambio de infraestructura.
Existe mucha falsedad en este mundo mal estructurado entre naciones ricas y pobres, pero así como las realidades sociales parecen eternas, así no se cambiarán por un terremoto, debemos atenernos a nuestra suerte cuando el próximo terremoto toque a nuestras puertas, aunque suene a fatalismo.
Mi café no tiene el sabor amargo de siempre, una señora que entra me saluda, tengo la impresión que me conoce, yo a ella no la recuerdo, pero el sitio permite la calidez de un intercambio de saludos como en los pueblos pequeños, es una sensación que asusta, hace muchos años que nadie me saludaba en un café, que agradable sensación de humanidad.
El rudo destino de Haití al menos nos recuerda la calidez hacia ese pueblo hermano.
Un anuncio en la televisión llama a la donación para la Cruz Roja de Haití, así será.